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Aquella lluvia fina
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Es difícil imaginar cuánto ama la lluvia una persona que la siente muy pocos días al año. Imaginad esa tierra seca durante bastante tiempo y de repente, alguien deja caer un riego suave a través de los surcos secos, todo se hincha, renace y al poco tiempo salen las pequeñas semillas que había allí dormidas. Así se sentía ella, un poco dormida bajo el reino del Sol implacable, tantos y tantos días uno detrás de otro, dueño y señor de cada día.
La mujer caminaba descalza, para mojarse los pies e intentaba abstraer su mente solamente en aquella sensación de humedad bajo sus pies, caminando con precaución, porque a veces resbalaba el agua caída sobre las piedras. Ella iba hacia adelante, siguiendo un camino, pero se movía como las corcheas del swing, como avanza el blues... adelanta, pero a la vez retrocede, adelanta arrastrando, que sí, pero que no, un poco adelante, un poco atrás... todo para detener el momento de su vida en aquella fina lluvia, aquel paisaje rejuvenecido a su alrededor. Destilando vida en cada rincón.
Pasaban los instantes e iba ebria de lluvia, no habría bebida que hubiese podido elevar mejor su espíritu. Aquella lluvia la embriaga de la cabeza a los pies. Estaba tan ensimismada que no importaba hasta qué punto la humedad conseguía penetrar en su ropa o bajar su temperatura corporal. Había olvidado hasta como coger un paraguas. ¿Un paraguas? Aquello era extraño para usar, tan exótico como hubiese sido un bastón de baile o más original todavía, una fusta en su mano. Aunque sin caballo.
El mango de madera bailaba entre sus dedos un poco adormecidos, pero con el paso de los minutos cada vez eran más gráciles y dispuestos a de manera independiente, no querer hacer nada para cubrirla, cubrir su melena, su vestido... que cada vez estaban más y más mojados. Así que, misteriosamente jugaban y dejaban deslizarse el paraguas hacia atrás.
Allí, rodeada de romero, con una fragancia endiablada a su alrededor, se sentó en el montículo de piedra, dispuesta a no irse de allí, hasta que no cesara de llover. A poder llenarse de todo aquello que apenas disfrutaba. El olor de su infancia, olor a hinojo mojado: charcos y caracoles.
En algún momento debió darse cuenta de que la brújula estaba allí, la había puesto sobre el montículo, dispuesta como ella había querido para poder orientarse y encontrar la salida a aquel laberinto de sensaciones, laberinto que la tenía perdida.
Confió en que funcionase aquel magnetismo y le señalase la dirección de regreso. Aquella tarde para su sorpresa, la aguja solo señalaba hacia un lugar, hacia su corazón. Eran tan fuertes las ondas de energía que emanaban de su bienestar, que eclipsaban cualquier fuerza alrededor. Era ella y su felicidad. Era el monte y el silencio. Era la vida y la soledad. Era hacia su corazón y sus latidos hacia donde apuntaba la aguja.
Sin brújula, sin ninguna orientación cierta, solo la que su corazón le decía, al final plegó tristemente el paraguas, porque ya no llovía y se dispuso a seguir su camino. No sabía cuando regresaría otra vez aquella lluvia, ni tampoco aquella felicidad.
Cogió su chal y jugando con el paraguas como un bastón, se fue. Entre humedad, caracoles y aroma a romero. La melena llena de finas gotas de lluvia.
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